18.9.13



Es usual transitar nuestra existencia con cierto aire indiferente para con lo que nos rodea. Aquello que es cotidiano se desvanece y asoma imperceptible en la velocidad del fluir de cada día. Esto nos permite hacer foco, naturalizar lo cotidiano.

Pero hay momentos en los que podemos sentir el pulso de las cosas, el bit palpable de la lluvia derramándose en suave manto, el rasgar de las hormigas en las hojas, el silencio roto en miles de sonidos ajenos, los aromas que nos atraviesan al caminar por las veredas, las vibraciones que conforman el mundo. 

A veces recibimos un regalo que convierte nuestro cuerpo en una magnífica lupa y nos llega toda la sinfonía de lo circundante; los filtros de los sentidos se caen, quedan obsoletos, y por unos segundos, por un minuto quizás, el universo entero está pegado a nosotros, es parte constitutiva de la materia que nos pertenece y lo sentimos latir. 

Son esos momentos donde, estremecidos, tomamos conciencia de la vida más allá de nuestra vida, del respirar de las cosas ajenas a la propia exhalación. Sabemos entonces que nada es exótico completamente, que formamos parte de una estructura mayor, que somos su célula.

Estos instantes puede que aparezcan en tiempos de felicidad, cuando la efervescencia de la alegría está en la cúspide y la adrenalina funciona como un motor; eso maravilloso que sucede y que uno no puede creer que se haya concretado, que nos haya instalado en ese lugar solo habitado en los sueños. 

Pero también puede que sucedan en momentos en que la tristeza es tan grande que no queda espacio más que para la nada; que el dolor se traduce en cada poro, en cada pelo, en el mismo acto de respirar. 

Existen instantes en que la pena es tan grande que toma cuerpo y sentimos su abrazo mortal.